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Category : Stories

Sub Category : Drama

Mi hermano el cuarto y yo salíamos al patio a cazar lagartijas con unas horquillas de pelo. Les doblábamos una de las patas a los pinchos y con una gomita los lanzábamos como flecha. El reptil caía atravesado, coleteando y extendiendo la cresta roja de su garganta. Luego lo poníamos en el borde de la ventana, a esperar a que las hormigas lo descarnaran, y pasaba a formar parte de nuestro museo de fósiles de minidinosaurios. Nuestros experimentos iban desde echar carreras de cangrejos, amarrados con hilo de gangorra, hasta mear culebritas en el lavadero para verlas lengüetear enfurecidas. A veces desbaratábamos los pañitos tejidos de punto y cruz de los centros de mesa para encampanar chichiguas. 

    Eran los mejores tiempos, cuando todavía la diferencia de edad no importaba. Fue en uno de esos días en los que se encontraba enfrascado en un proyecto del colegio mi hermano el primero, junto a sus compañeros de cuarto año. Era ateo y medio comunista. Se las pasaba leyendo libros marxistas y cantando canciones de la Nueva Trova que había aprendido a acompañar con la guitarra. Esa mañana, me subí en el fregadero de la cocina buscando en los gabinetes el menudo que mami escondía debajo de algún pañito. En vez de dinero encontré una cantidad enorme de hojas grandes y amarillas, perfectas para hacer capuchines. Pensando que unos papeles escritos y probablemente ya viejos no tenían gran importancia, decidí hacer algunos avioncitos y barquitos para entretenerme. Eran tanto los papeles que no importaba si desperdiciaba unos cuantos. Perfeccioné mis conocimientos en el diseño del capuchín. Les hacía las colas larguísimas para evitar que les diera la culelé y perdieran el control. 

    Mi hermano el primero llegó tarde esa noche. Yo me hacía el dormido, mientras mami me limpiaba los pies con un trapo mojado, quejándose de que "este muchacho se acostó sin bañar de nuevo". Oí el grito que salió de la cocina. No estaba seguro de qué se trataba, pero mi instinto me hizo sospechar que tenía que ver conmigo. Esperaba escuchar mi nombre en cualquier momento. 

    —¡Mire, mami, me faltan un montón de páginas del proyecto! —decía mi hermano como enloquecido. 

    Sentí un frío en el pecho y un dolor en el estómago. Lo vi girar en círculos como un capuchín en banda. 

    —¡Ay, Dios mío! —gritó de nuevo, desesperado, agarrándose la cabeza y caminando de un lado a otro. 

    Y por primera y única vez escuché sarcasmo en la voz de mi madre que preguntaba: 

    —¿Ahora cree en Dios el ateo?

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